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El anteojo
Jueves, 22 de febrero de 2001
Tibieza eclesiástica

Matías
Cobo
matias.cobo@lobaton.com
A IGLESIA Católica está imbricada en la sociedad española inequívocamente. Su peso, a pesar de que se diga que está decreciendo, continúa siendo importante. La gente aún tiene vigentes en su conciencia conceptos morales aportados por el cristianismo. Eso podrá gustar más o menos, pero es incuestionable y forma parte de nuestro acervo. Por eso es grave lo que ha ocurrido recientemente al respecto de la posición que debía tomar la Iglesia frente al pacto antiterrorista firmado por PP y PSOE. Los obispos, sobre todo los vascos, no han sabido estar a la altura. Decir que no se adhieren a tal iniciativa porque su contenido es político y la Iglesia no hace política es un canto a la tibieza, además de un contrasentido. Si la Iglesia dice que ella no entra ni sale en los asuntos de índole política, por qué levanta su voz para decir que no comparte el documento. Si hubiese sido fiel a esa línea de conducta apuntada, no debería haber hecho ningún tipo de manifestación sobre este particular, evitando así la polvareda que se ha levantado con su polémica determinación. Lo que ocurre es que el afán de protagonismo —llamémoslo así— o el liderazgo de Setién en el País Vasco les impide a los obispos guardar un prudente silencio, necesario muchas vesces. Introducir nuevos elementos de desequilibrio, dentro de un tema ya de por sí conflictivo, no ayuda ni es menester que se produzca. Los obispos podrán, y deberán, entrar en aquellos asuntos que atañen directamente a la dignidad humana y a las leyes naturales del hombre. Ésa debe ser su circunscripción en el ámbito público y, por tanto, tratar de alzar la voz para cuestionar o apoyar una decisión política no será procedente.

El obispo de Bilbao, Ricardo Blázquez, saluda al ministro Mayor Oreja y al vicepresidente Rajoy.
Pero si partimos del supuesto de que la Iglesia tiene una opinión política que se cree en el deber de hacer pública, entonces también podemos criticar la postura adoptada. Fundamentalmente porque si ellos afirman estar a favor de la paz y la democracia, no pueden negar un pacto —el subscrito por el PSOE y el PP— que precisamente enarbola la defensa de ambos valores. En esencia, estas dos fuerzas políticas lo que han hecho es acordar una postura común frente a los asesinos, quienes los representan políticamente y los que, diciendo ser nacionalistas moderados, muestra una afinidad harto sospechosa con los dos primeros. Aunque hay que hacer una salvedad: al PNV se le concede un tiempo de reflexión para que retorne a la cordura y salga de su actual situación de indefinición respecto a la violencia. Y todo esto, que es bueno y alabable a todas luces, ¿merece la reprobación o, si se quiere más eufemísticamente, la no adhesión de la Iglesia? Pues entonces aquí pueden ocurrir dos cosas: o la Iglesia no es tan bondadosa como se autoproclama, o el miedo que siente hacia los terroristas es palmario. No considero oportuno hacer mención aquí a los comentarios, muchos de ellos cargados de razón, que colocan a la Iglesia en el origen de ETA. Sobre todo porque considero que la actual Iglesia no tiene nada que ver con aquella que coadyuvó al germinamiento del grupo terrorista. Puede que hoy aún queden pequeños reductos —principalmente en Euskadi— que no se enfrentan abiertamente a los radicales, pero la tónica general es de condena tras cada atentado o “azaña” perpetrada por los colegas de Otegui.

La sensación que queda es que los obispos han fallado a sus fieles. No han sabido darles ejemplo o responder a su sentir con el espaldarazo a un pacto que apuesta por la libertad en el País Vasco. Porque a pesar de que sea cierto que el PSOE y el PP son partidos políticos y como tales sólo buscan réditos en las urnas, el fondo del acuerdo firmado es asumible y plausible desde cualquier ámbito ajeno a la política. Todos, intelectuales, religiosos, artistas o ciudadanos normales que no pertenecen a ningún colectivo social, deben sumarse, si tienen una conciencia recta, a esta iniciativa que busca neutralizar a aquellos que cercenan las libertades más elementales a todo un pueblo. La libertad, la vida o la paz son derechos inapelabes de todo colectivo social. No pueden ser puestos en duda o violados con el uso de la violencia. Por eso, por encima de cualquier consideración política, hay que exigir su cumplimiento si pretendemos que exista un verdadera democracia. Lo contrario, la ambigüedad o la indefinición en torno a su defensa, merecen la reprobación de cualquier institución vigente en nuestra sociedad. La Iglesia Católica es una de ellas, y de las más importantes. No es bueno, por ende, que se escude en el fútil argumento expuesto y no entre a apoyar sin tapujos este pacto a cuyo fondo me sumo personalmente.


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