XISTE UNA extendida pose agasajadora de la libertad que, sin embargo,
se siente molesta con el ejercicio ajeno de ella. Me refiero a la exhibida
por los educadores apostados en un recurrente y trasnochado conservadurismo.
Aquellos que enarbolan la palabra de Dios o sus preceptos en la creencia
inequívoca de tener siempre la razón cuando autopromocionan
sus ejemplares modelos de vida. Residente éstos, al parecer, en
el cumplimiento cotidiano de toda una suerte de preceptos morales sacados
a relucir por ellos con la misma frecuencia con la que luego los incumplen.
Muchos de estos sujetos, reconocidos líderes de opinión
o directores de medios de comunicación de signo católico-conservador,
no se atienen en sus propias vidas a eso de la caridad hacia el prójimo
o a la fidelidad en la “santa” institución matrimonial. La callada
resignación cristiana con la que sus parejas llevan su cornamenta
les permite conservar libre de toda mácula su prestigio de hombres
cabales y de bien, de buenos católicos de comunión dominical,
festiva o diaria incluso. Del mismo modo que el régimen explotador
aplicado a sus empleados tampoco casa muy bien con el mandato eclesiástico
de obrar con generosidad; quizá prefieran obviar esta
virtud para no resentir sus acaudalados bolsillos.
Algunos políticos, imbuidos por las inamovibles ideas de la otrora
religión oficial, también deberían cuidar más
sus declaraciones. Sobre todo porque sus largas lenguas electoralistas
les hacen contravenir, a veces, el mandamiento del “no mentiras”. Puede
que, dada la índole patrañera de su oficio, se exoneren a
sí mismos de su cumplimiento. Por eso me llame la atención
—hace tiempo que agotó mi capacidad de sorpresa, la verdad— la carga
de razón con la que suele revestir sus palabras el ex ministro Acebes,
a quien no se le enrojece su extensa faz tras haber mentido a todo un país
reiteradamente. Y no digo con esto que sus adversarios políticos
no mientan con el mismo entusiasmo y similar grado de desproporción.
Subrayo simplemente que ellos, los de la fauna faesina, además
de obrar mal, traicionan sus sagrados principios cuando mienten.
A él, y a otros de su misma estirpe, se les llena la boca al
hablar de la familia, la unidad nacional, el respeto a las víctimas
y tantas otras cosas que gustan de predicar en cuanto tienen ocasión.
Ahora, a estos prohombres con la justa palabra siempre hilvanada a su boca,
se les ha metido en la cabeza que los homosexuales no deben obtener en
sus uniones el mismo tratamiento legal otorgado al resto de ciudadanos.
Ellos profetizan un cataclismo social y la defunción de la familia
“tradicional” si a las personas de mismo sexo se les deja contraer matrimonio
como al resto de sus conciudadanos.
¿Por qué tanto celo en oponerse al necesario reconocimiento
legal de un derecho ciudadano y, sin embargo, tanta anuencia y respaldo
frente a las atrocidades cometidas en una evasiva guerra como la de Irak?
Aquella sangrante injusticia contó con su beneplácito y,
ahora, sus escrúpulos homófobos les lleva a relinchar con
tal fuerza como para acogerse a la objeción. Es posible que, en
aquellos tiempos de ínfulas aznaritas por Las Azores,
tuvieran los del PP la conciencia anestesiada.
Pero no es extraño que estos rebuznos vengan de donde vienen, de
gentes que hasta han apoyado públicamente a acosadores sexuales. Ana Botella, por ejemplo, defendió la “impecable” actitud
de Ismael Álvarez, ex alcalde popular de Ponferrada y condenado
por acosar sexualmente de la concejala Nevenka Fernández.
O Fraga, ese ‘demócrata’ de enraizados vínculos con
dictadores del pasado y el presente, quien calificó de “menudencia”
los abusos que el alcalde de Toques inflingió a una menor.
Por tanto, pedirles tolerancia a estos sujetos es inútil, pero sí
se les ha de exigir un poco más de sinceridad para no manosear valores
como la libertad o el respeto por la igualdad de todos.
La Iglesia, fuente de inspiración de estos ejemplares líderes,
también frunce el ceño ante la equidad social. Predican desde
sus púlpitos la semejanza de todos frente a los ojos de Dios, pero
luego hacen una criba entre unos y otros. La cura eclesial, cuyas prioridades
quizá debieran ser la asistencia de los más necesitados y
la pelea por la justicia social, sí deciden movilizarse ahora
para evitar que gays y lesbianas —que también deben ser hijos de
Dios, digo yo— puedan formalizar sus uniones y crear familias como hacen
los demás. No se echan a la calle para pedir el cese de la guerra
o la concesión del 0,7% a los países depauperados, pero sí
para lanzar catastrofistas vaticinios sobre el matrimonio gay. Y me parece
que, en la Biblia, Jesús insistió más en lo de dar
de comer al hambriento y de beber al sediento o en lo de luchar por la
paz u otras nobles causas.
Basta escuchar a algunos de los hijos criados en el seno de estos supuestos
nidos ‘diabólicos’ para darse cuenta de que sus vidas no se diferencian
en nada a la de cualquier otro niño educado al abrigo del cariño
de los suyos. Porque el origen de los traumas infantiles no se halla en
la semejanza o disparidad de sexos de los padres, sino en que éstos
les sepan querer y educar en su camino hacia la adultez. También
pienso que la familia tradicional, con los roles de padre y madre, no se
verá amenazada por la nueva ley. Seguirá con la misma vigencia
de siempre. Al aprobar esta ley, simplemente, se da carta legal a un
derecho ciudadano solicitado por los miembros de una sociedad que, democráticamente,
toma sus propias decisiones. Y aunque le pese a la Iglesia, nuestro estado
es laico y ellos ya no tienen poder para castrar la libertad de los demás.
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