N ESTA sociedad globalizada, en la que opiniones, informaciones y manipulaciones
se cruzan a nivel planetario ante la mirada de todos los terrícolas,
cada vez somos más permeables a lo que ocurre allende nuestras aceras
y ciudades, de nuestros países y continentes. Yo me considero un
mero ciudadano más de este mundo tan asible. Ni más o menos
instruido que quienes consultan Internet u otras fuentes para informarse
de lo que ocurre aquí y allí, consumidor de un cine, si no
igual, muy similar al que pueda ver un joven de inquietudes parecidas en
Nueva York, alguien que, seguramente, podrá adquirir allí
los mismos libros de reconocida fama comercial disponibles por estos lares
(Harry Potter,
El Código da Vinci, la biografía de
Clinton…). Las afinidades interculturales se dan incluso en lo gastronómico,
pese a que aquí aún contemos con el refugio de lo mediterráneo.
Así, es perfectamente posible que ese neoyorquino imaginario esté
tomando una hamburguesa
McDonalds en Times Square al mismo tiempo
que yo haga lo propio en la Gran Vía madrileña. Y probablemente,
si me fijo con detenimiento en cómo visten algunos de nuestros adolescentes,
encuentre similitudes bastantes flagrantes respecto a los ropajes de sus
semejantes norteamericanos. Me imagino también que muchos de estos
quinceañeros repartirán sus preferencias musicales entre
el rap, las
teenagers de buen ver tipo
Britney o
Aguilera
o el electro-punk incendiario de
Marilyn Manson.
¿Se me puede acusar, por tanto, de tener una visión de
George W. Bush sesgada por mi entorno, por mi cultura y hábitos
circundantes? Por supuesto, pero eso no tiene por qué anular mi
sentido común al enjuiciar a tan descabellado personaje. Es decir,
no abjuro de unas influencias ambientales externas cada vez más
compartidas por todos; para ello, tendría que vivir en una burbuja
autista, de espaldas por completo a la aldea global. Reconozco por tanto
que mi juicio está mediatizo por lo que leo, escucho y veo, pero
la capacidad autónoma de todo ser humano para discernir la moralidad
de los actos creo tenerla intacta.
Y a mi juicio es un hecho inapelable que, desde el 11-S, el mundo es
más inseguro, más tendente a un enconado bipolarismo entre
lo occidental y lo árabe-musulmán. No exculpo a Bin Laden
de sus barbaridades y repudiables actos. Un hombre como él, que
ha vivido y hecho fortuna al abrigo de las cómodas democracias occidentales,
ha sabido ahora camelarse a mucho vecino ignorante —de alguna recóndita
cueva afgana, me imagino— para embarcarlo en un grupo terrorista cuya única
razón de ser es el odio a todo aquello que representa Occidente.
Porque el terrorismo pervive exclusivamente por el odio al distinto, sin
ese reprobable sentimiento de autoafirmación irracional no subsistiría.
Ningún terrorista, o casi ninguno, debe albergar en su corazón
la posibilidad de construir a partir del diálogo pacífico.
Pero convendrán conmigo que el odio, un sentimiento tan visceral,
no nace por generación espontánea. Gentes como Bush o antecesores
suyos en el cargo de similar pelaje han azuzado esos sentimientos durante
años, a través de la explotación de las riquezas de
esos países, de inmiscuirse en sus vidas políticas para orientarlas
a favor de sus egoístas intereses. Entre tanto, aquellas naciones
que carecen de esas riquezas naturales continúan en un permanente
olvido, en una vergonzosa desatención (Sudán, Ruanda…). Muchos
de estos líderes fueron los que, en su momento, crearon a estos
seres que ahora se les vuelven en su contra como un bumerán con
forma de monstruo de cuatro cabezas: Saddam, Bin Laden, Gadafi…
Estos demonios, iconos de la pura maldad, fueron impelidos en sus inicios
por los líderes de las democracias, aquellos que se vanaglorian
de exportar libertad y sufragio universal por doquier. Aquellos apoyos
pretéritos a estos dementes tenían y tienen una contrapartida
pecuniaria muy simple: ganar pasta para sus negocios, ya sean familiares
o nacionales. Y yo me pregunto: ¿quiénes es peor: la demencial
criatura o aquel que la creó, la amamantó y ahora
se inventa una guerra, sufrida por inocentes, para destruirla?
Todo esto que describo son hechos, tejemanejes urdidos desde las poderosas
poltronas occidentales por peligrosos líderes cuyo espíritu
plural o de servicio a la comunidad se queda en un eslogan, en un eufemismo
encubridor de su verdadera raigambre codiciosa y autoritaria. No
son trilladas opiniones inducidas por la imperante moda actual de colgarse
la chapa anti-Bush. Y si lo fueran, qué más daría:
yo no tengo ninguna duda de que mi sitio siempre estará en el bando
de los más débiles, con aquellos que pagan las consecuencias
de quienes dicen montar guerras para proteger nuestra libertad y apuntalar
nuestra seguridad, cuando, en realidad, nos escamotean libertad con la
excusa de proveernos de una seguridad paradójica, en tanto que su
conquista es siempre consecuencia directa de su envés.
Mis críticas a Bush o a su administración tampoco nacen
por la adopción de esa extendida pose antiyanqui tan habitual de
Europa. El pueblo norteamericano siempre me ha fascinado por su capacidad
de trabajo, de autosuperación ante la adversidad, lo mismo que me
ha disgustado de ellos su excesivo culto a la figura del triunfador, su
inclinación por el espíritu competitivo e individual, en
lugar de por un afán más colaboracionista y comunitario.
Pero éstas son opiniones sobre hábitos sociales y culturas
y, en ningún modo, me llevan a considerar como enemigo o adversario
a quien vive su vida con un estilo alternativo al mío. Siempre hay
que descender a las personas concretas, a comunidades específicas.
Y tiendo a pensar que a la mayoría de las gentes sencillas ni les van
ni les vienen las guerras que se inventan sus dirigentes, ya sean democráticos
o talibanes. Es más, estoy seguro de que a un conservador republicano
le podría caer bien, en un momento dado, un musulmán con
el que comparta un rato agradable mientras juegan al golf o charlan de
cualquier trivialidad.
Las barreras que impiden el entendimiento entre semejantes de culturas
distintas son, en muchos casos, creaciones artificiales inculcadas por
las religiones, el racismo o los sistemas políticos y económicos.
Los líderes religiosos y políticos suelen complicar cosas
que podrían ser mucho más sencillas de lo que en realidad son. Al
anteponer sus intereses personales en el ejercicio del poder en lugar de
supeditarlos al bien colectivo, obstaculizan todo los acuerdos que posibilitan
la convivencia pacífica entre los pueblos. Quizá este ejemplo
sea más ilustrativo: Saddam y Bush se ponen de acuerdo para repartirse
las riquezas petrolíferas de los iraquíes; con el tiempo,
el primero se vuelve demasiado codicioso y díscolo, piensa que puede
mejorar su estatus y, hastiado de su papel subalterno, decide ir a por
más sin contar con la mano que le alimenta. Si el líder interpuesto
a los iraquíes no vuelve mansamente al redil marcado por el poderoso,
éste usará medidas de fuerza cuyos trágicos efectos
colaterales (cruel eufemismo) pagarán los ciudadanos gobernados
por su fanático autóctono. Por eso pienso que la semilla
del odio intercultural es muchas veces plantada por estos tipejos que gobiernan
sus países como si fueran su rancho tejano, su cueva de Alí
Babá.
Bush encarna a la perfección este papel de déspota que
usa el poder para su provecho propio, sin importarle que sus insensatos
actos creen un mundo más inseguro, en el que el odio y las diferencias
entre unos y otros se agigantan día a día. Para colmo, su
fanatismo se retroalimenta de su propia paranoia religiosa, aquella que
le mueve a autoerigirse en un elegido de Dios para luchar contra sus enemigos,
los que también matan y arrasan en nombre de su propia deidad.
Los norteamericanos tienen el martes una posibilidad que no volverán
a tener hasta dentro de cuatro años. Si el voto en democracia es
siempre decisivo, ahora los es más que nunca, pues con él
pueden optar por seguir el actual camino con destino a la autodestrucción,
o bien por desprenderse de su simio-presidente, el autor de la rampante
discordia global. No sé si Kerry es una alternativa sumamente
mejor a la medianía actual, pero es evidente que, al menos, él
no es Bush, y con eso basta para apoyar su elección. Se trata de
emitir un voto por eliminación, de quitarse de en medio lo menos
gravoso para la seguridad de todos. Contrariamente a lo que argumentan
las bases republicanas, Bush no hace más seguros a los estadounidenses
ni al mundo. Su irresponsable y belicoso estilo los sitúan en el
punto de mira de las inquinas de aquellas sociedades usurpadas por él.
Por tanto, los norteamericanos deben despertar de su habitual apatía
electoral, acudir masivamente a las urnas y evitar, así, cualquier
resquicio que los Bush puedan aprovechar para tangar de nuevo las elecciones.
Se juegan y nos jugamos mucho en ello.