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El anteojo
Viernes, 29 de octubre de 2004
Háganse y hágannos un favor: voten y échenlo

Matías
Cobo
matiascobo@lycos.es
Bush encarna a la perfección el papel del déspota que usa el poder para su provecho propio, sin importarle que sus insensatos actos creen un mundo más inseguro, en el que el odio y las diferencias entre unos y otros se agigantan día a día
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N ESTA sociedad globalizada, en la que opiniones, informaciones y manipulaciones se cruzan a nivel planetario ante la mirada de todos los terrícolas, cada vez somos más permeables a lo que ocurre allende nuestras aceras y ciudades, de nuestros países y continentes. Yo me considero un mero ciudadano más de este mundo tan asible. Ni más o menos instruido que quienes consultan Internet u otras fuentes para informarse de lo que ocurre aquí y allí, consumidor de un cine, si no igual, muy similar al que pueda ver un joven de inquietudes parecidas en Nueva York, alguien que, seguramente, podrá adquirir allí los mismos libros de reconocida fama comercial disponibles por estos lares (Harry Potter, El Código da Vinci, la biografía de Clinton…). Las afinidades interculturales se dan incluso en lo gastronómico, pese a que aquí aún contemos con el refugio de lo mediterráneo. Así, es perfectamente posible que ese neoyorquino imaginario esté tomando una hamburguesa McDonalds en Times Square al mismo tiempo que yo haga lo propio en la Gran Vía madrileña. Y probablemente, si me fijo con detenimiento en cómo visten algunos de nuestros adolescentes, encuentre similitudes bastantes flagrantes respecto a los ropajes de sus semejantes norteamericanos. Me imagino también que muchos de estos quinceañeros repartirán sus preferencias musicales entre el rap, las teenagers de buen ver tipo Britney o Aguilera o el electro-punk incendiario de Marilyn Manson.

¿Se me puede acusar, por tanto, de tener una visión de George W. Bush sesgada por mi entorno, por mi cultura y hábitos circundantes? Por supuesto, pero eso no tiene por qué anular mi sentido común al enjuiciar a tan descabellado personaje. Es decir, no abjuro de unas influencias ambientales externas cada vez más compartidas por todos; para ello, tendría que vivir en una burbuja autista, de espaldas por completo a la aldea global. Reconozco por tanto que mi juicio está mediatizo por lo que leo, escucho y veo, pero la capacidad autónoma de todo ser humano para discernir la moralidad de los actos creo tenerla intacta.

Y a mi juicio es un hecho inapelable que, desde el 11-S, el mundo es más inseguro, más tendente a un enconado bipolarismo entre lo occidental y lo árabe-musulmán. No exculpo a Bin Laden de sus barbaridades y repudiables actos. Un hombre como él, que ha vivido y hecho fortuna al abrigo de las cómodas democracias occidentales, ha sabido ahora camelarse a mucho vecino ignorante —de alguna recóndita cueva afgana, me imagino— para embarcarlo en un grupo terrorista cuya única razón de ser es el odio a todo aquello que representa Occidente. Porque el terrorismo pervive exclusivamente por el odio al distinto, sin ese reprobable sentimiento de autoafirmación irracional no subsistiría. Ningún terrorista, o casi ninguno, debe albergar en su corazón la posibilidad de construir a partir del diálogo pacífico.

Pero convendrán conmigo que el odio, un sentimiento tan visceral, no nace por generación espontánea. Gentes como Bush o antecesores suyos en el cargo de similar pelaje han azuzado esos sentimientos durante años, a través de la explotación de las riquezas de esos países, de inmiscuirse en sus vidas políticas para orientarlas a favor de sus egoístas intereses. Entre tanto, aquellas naciones que carecen de esas riquezas naturales continúan en un permanente olvido, en una vergonzosa desatención (Sudán, Ruanda…). Muchos de estos líderes fueron los que, en su momento, crearon a estos seres que ahora se les vuelven en su contra como un bumerán con forma de monstruo de cuatro cabezas: Saddam, Bin Laden, Gadafi… Estos demonios, iconos de la pura maldad, fueron impelidos en sus inicios por los líderes de las democracias, aquellos que se vanaglorian de exportar libertad y sufragio universal por doquier. Aquellos apoyos pretéritos a estos dementes tenían y tienen una contrapartida pecuniaria muy simple: ganar pasta para sus negocios, ya sean familiares o nacionales. Y yo me pregunto: ¿quiénes es peor: la demencial criatura o aquel que la creó, la amamantó y ahora se inventa una guerra, sufrida por inocentes, para destruirla?

Todo esto que describo son hechos, tejemanejes urdidos desde las poderosas poltronas occidentales por peligrosos líderes cuyo espíritu plural o de servicio a la comunidad se queda en un eslogan, en un eufemismo encubridor de su verdadera raigambre codiciosa y autoritaria.  No son trilladas opiniones inducidas por la imperante moda actual de colgarse la chapa anti-Bush. Y si lo fueran, qué más daría: yo no tengo ninguna duda de que mi sitio siempre estará en el bando de los más débiles, con aquellos que pagan las consecuencias de quienes dicen montar guerras para proteger nuestra libertad y apuntalar nuestra seguridad, cuando, en realidad, nos escamotean libertad con la excusa de proveernos de una seguridad paradójica, en tanto que su conquista es siempre consecuencia directa de su envés.

Mis críticas a Bush o a su administración tampoco nacen por la adopción de esa extendida pose antiyanqui tan habitual de Europa. El pueblo norteamericano siempre me ha fascinado por su capacidad de trabajo, de autosuperación ante la adversidad, lo mismo que me ha disgustado de ellos su excesivo culto a la figura del triunfador, su inclinación por el espíritu competitivo e individual, en lugar de por un afán más colaboracionista y comunitario. Pero éstas son opiniones sobre hábitos sociales y culturas y, en ningún modo, me llevan a considerar como enemigo o adversario a quien vive su vida con un estilo alternativo al mío. Siempre hay que descender a las personas concretas, a comunidades específicas. Y tiendo a pensar que a la mayoría de las gentes sencillas ni les van ni les vienen las guerras que se inventan sus dirigentes, ya sean democráticos o talibanes. Es más, estoy seguro de que a un conservador republicano le podría caer bien, en un momento dado, un musulmán con el que comparta un rato agradable mientras juegan al golf o charlan de cualquier trivialidad.

Las barreras que impiden el entendimiento entre semejantes de culturas distintas son, en muchos casos, creaciones artificiales inculcadas por las religiones, el racismo o los sistemas políticos y económicos. Los líderes religiosos y políticos suelen complicar cosas que podrían ser mucho más sencillas de lo que en realidad son. Al anteponer sus intereses personales en el ejercicio del poder en lugar de supeditarlos al bien colectivo, obstaculizan todo los acuerdos que posibilitan la convivencia pacífica entre los pueblos. Quizá este ejemplo sea más ilustrativo: Saddam y Bush se ponen de acuerdo para repartirse las riquezas petrolíferas de los iraquíes; con el tiempo, el primero se vuelve demasiado codicioso y díscolo, piensa que puede mejorar su estatus y, hastiado de su papel subalterno, decide ir a por más sin contar con la mano que le alimenta. Si el líder interpuesto a los iraquíes no vuelve mansamente al redil marcado por el poderoso, éste usará medidas de fuerza cuyos trágicos efectos colaterales (cruel eufemismo) pagarán los ciudadanos gobernados por su fanático autóctono. Por eso pienso que la semilla del odio intercultural es muchas veces plantada por estos tipejos que gobiernan sus países como si fueran su rancho tejano, su cueva de Alí Babá.

Bush encarna a la perfección este papel de déspota que usa el poder para su provecho propio, sin importarle que sus insensatos actos creen un mundo más inseguro, en el que el odio y las diferencias entre unos y otros se agigantan día a día. Para colmo, su fanatismo se retroalimenta de su propia paranoia religiosa, aquella que le mueve a autoerigirse en un elegido de Dios para luchar contra sus enemigos, los que también matan y arrasan en nombre de su propia deidad.

Los norteamericanos tienen el martes una posibilidad que no volverán a tener hasta dentro de cuatro años. Si el voto en democracia es siempre decisivo, ahora los es más que nunca, pues con él pueden optar por seguir el actual camino con destino a la autodestrucción, o bien por desprenderse de su simio-presidente, el autor de la rampante discordia global. No sé si Kerry es una alternativa sumamente mejor a la medianía actual, pero es evidente que, al menos, él no es Bush, y con eso basta para apoyar su elección. Se trata de emitir un voto por eliminación, de quitarse de en medio lo menos gravoso para la seguridad de todos. Contrariamente a lo que argumentan las bases republicanas, Bush no hace más seguros a los estadounidenses ni al mundo. Su irresponsable y belicoso estilo los sitúan en el punto de mira de las inquinas de aquellas sociedades usurpadas por él. Por tanto, los norteamericanos deben despertar de su habitual apatía electoral, acudir masivamente a las urnas y evitar, así, cualquier resquicio que los Bush puedan aprovechar para tangar de nuevo las elecciones. Se juegan y nos jugamos mucho en ello.


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