Domingo, 27 de junio de 2004
La decepción bienal
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Matías
Cobo
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matiascobo@lycos.es |
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Puntual a su cita con el infortunio, nuestra selección, favorita a todo antes de que eche el balón a rodar, se reencuentra con su rutinario naufragio |
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O FALLA. Cada dos años, alcanzado el mes de junio, cuando los estudiantes apuran sus últimas opciones en los exámenes de fin de curso, llega la gran cita con el deporte regio y nuestra selección nos ilusiona y desilusiona en un plazo no mayor a dos semanas. Uno, a pesar de haber presenciado sólo el fracaso en mis años de cognición futbolística, repite el esperanzado ritual de enfundarse la indumentaria nacional y ponerse delante del televisor con el preceptivo volumen bajo para escuchar al taquicárdico narrador de radio. Y puntual a su cita con el infortunio, nuestra selección, favorita a todo antes de que eche el balón a rodar, se reencuentra con su rutinario naufragio. Luego, pues lo de siempre: a ver con malsana envidia al resto de equipos repartirse los títulos que nosotros nunca llegamos a acariciar. Nuestros padres y abuelos, cuando el cotarro se lo comía y merendaba el tal caudillo, sí conocieron la gloria de aquella legendaria furia española que, arropada por su público, pudo con la poderosa URSS. Pero de eso hace ya 40 años y, pese a que nuestra Liga y clubes han progresado en los años posteriores al 64, la selección no ha hecho más que claudicar bienalmente desde entonces.
Uno ya empieza a dudar de si nuestro pedigrí de perdedor es algo inscrito en la genética del futbolista de la selección. O de si alguien nos echó un mal fario de tal suerte que estemos condenados a perpetuidad a quedarnos a las puertas de todo. Lo cierto es que, en los últimos 20 años, lo más cerca que hemos olido el tufillo de un título fue en 1984, cuando la Francia de Platini nos ganó una final, en parte, por una pifia de Arconada en una inexistente falta que pitó un arbitro ultrahogareño. Años después, el mangoneo arbitral sería nuestro habitual compañero de viaje, con un último y lacerante capítulo protagonizado por Gandour y su miope juez de línea en el Mundial de Corea y Japón.
Ahora, en Portugal, cuando el aliento de nuestra afición se hacía sentir con una proximidad casi similar al remoto Mundial del 82, ni siquiera alcanzamos nuestro madito techo histórico de los cuartos. Una aguerrida aunque limitada Grecia se llevó nuestro pasaje para esa fase. Porque, a pesar de que nos quedásemos en el camino en el último partido frente a Portugal, fue en el encuentro con los helenos donde nos dejamos el pasaporte para acometer la reescritura de nuestro aciago destino. Perder contra un anfitrión hipermotivado por su incondicional respetable cabe dentro de la lógica. Sin embargo, ceder un empate ante el voluntarioso e inexperto fútbol griego sí es para colmar el vaso de lo bochornoso. Por lo visto, los herederos de los Camacho, Maceda, Santillana y compañía puede que hayan ganado en calidad, también en ceros a la derecha de la cifra de sus emolumentos, pero han perdido en raza y capacidad de sacrificio ante la adversidad. Y eso, en una gran competición de selecciones, es a veces tan importante como la técnica y cualidades que uno pueda exhibir. Y si no, que se lo pregunten a la hundida selección francesa, la última víctima de la epopeya griega.
Los analistas, cuando se consuma nuestro fracaso estival, suelen aludir a argumentos demasiado trillados: los jugadores llegan fundidos tras una larga temporada, el seleccionador no pone a los buenos o aquel esgrimido por los menos viscerales de que hemos sobredimensionado nuestra selección. Puede que una parte de verdad tengan todos. Por ejemplo, el cansancio de nuestros jugadores es, al parecer, común al resto de selecciones. La lista de expulsados de esta Eurocopa la forman los países de más historia futbolera, aquellos donde se juegan las mejores ligas del mundo: Italia, Inglaterra, Alemania o Francia, además de España. Pero no es menos cierto que en las selecciones aún supervivientes militan algunas estrellas que juegan en esas grandes ligas continentales y en clubes con un alto nivel de exigencia. Por tanto, la larga temporada es para todos. Otra cosa muy distinta es el nivel de preparación y seriedad con el que unos y otros preparan un duro año que concluye en una gran cita de selecciones. Es evidente que nuestra preparación se asemeja más a la del inspector Torrente que a la de un fornido y pétreo nórdico. Menos peso le atribuyo a las decisiones técnicas del ahora vilipendiado Jaburu, pues, en general, el vasco ha configurado una lista equilibrada y unas alineaciones racionales. Sólo se le podría objetar su insistencia en utilizar a un Raúl muy alejado de su mejor momento. Además, si se hace un análisis frío, la influencia del seleccionador es más bien relativa, a no ser que éste pierda la cabeza y le dé por alinear a jugadores del equipo de viejas glorias. ¿O alguien conoce el bagaje de los entrenadores de la República Checa u Holanda, por citar dos de las favoritas?
Respecto a lo de hinchar un globo carente de capacidad para asumir un gran caudal de oxígeno, pues, ciertamente, es algo a lo que nos habitúan la mayoría de medios. Quizá, si en lugar de sacar pecho al mínimo atisbo de buen juego compitiésemos con una ambición más contenida y prudente, las cosas nos marcharían de otro modo. Pero es difícil adoptar esa mentalidad, pues este negocio se basa en la venta de ilusión. Y sin ilusión, la gente no se arremolinaría religiosamente frente al televisor para sufrir y disfrutar con los colores patrios. Considero, no obstante, que el principal problema de nuestro equipo es más bien psicológico. Pese a carecer de unas altas exigencias históricas, España afronta cada gran cita atenazada por una agonía desproporcionada. Si se jugase libre de complejos, a disfrutar y apurar al máximo nuestras cualidades, puede que se alcanzara un mejor juego y, sobre todo, uno marcado por un estilo propio.
Después de la enésima desilusión, se hace difícil retomar la pasión por nuestros colores. Pero ya verán: hacia julio de 2006, si es que estamos en el Mundial teutón, nuestro equipo seguirá siendo favorito a todo. Nosotros mismos nos encargaremos de hinchar el globo ahora escuálido. Y si les digo la verdad, no me parece mal. En esto del fútbol, como en la vida misma, hay que vivir impelido por rachas de ilusión. Luego, pues ya se sabe, puede que perdamos contra las Islas Feroe, pero siempre se podrá decir aquello de: “Ya no hay equipo pequeño”. Y el cíclico debate futbolero seguirá...
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