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El anteojo
Miércoles, 7 de mayo de 2003
“Pauperiodismo”

Matías
Cobo
matias.cobo@lobaton.com
OS HOMBRES somos tan cabrones a veces que, sin mayores aspavientos, escupimos con epitafios hipócritas sobre las tumbas de quienes ya están criando malvas. El muerto, que bastante tiene con haberla palmado, puede ser muy rentable sin embargo para los que aquí siguen haciendo del puteo al prójimo su hábito de vida. Sanguijuela, término que denomina a un animal acuático pero que también adjetiva a esta ralea humana, podría definirlos perfectamente. Cuán fácil, y beneficioso para el provecho propio, es glosar las virtudes de alguien que carece de voz para acallar la de quien cínicamente le halaga ahora, mientras que otrora se dedicaba a joderle en vida como a uno más de la lista de puteados. Joder, está visto que esto de hacer el testamento no vale un duro. Cada día me convenzo aún más de que expresar la última voluntad es tan inútil como esperar que, aunque sea por error, estas sanguijuelas se comporten como seres humanos. A lo mejor, un día se levantan mal de la cama, se caen y, ¡cáspita!, se transmutan en personas honestas. Aunque no sé, mi incredulidad es tanta como la de la agente Dana Scully respecto a las abducciones de su inseparable Fox Mulder.

En esta profesión de contador de historias, cada día más ajada y viciada en su naturaleza primigenia, hemos asistido a una demostración de lo anteriormente descrito como si nos hubieran dado clases magistrales de tales comportamientos. Anguita Parrado, un tipo que se fue a la guerra para contarla, es ahora expuesto como el prototipo de periodista heroico. No le conocía personalmente, pero la calidad de su trabajo es indiscutible; ahí está escrito en papel, que, aparte de para enrollar el pescado o el bocata, también sirve para recibir a través de él la información que otros escriben. Aunque cada día pierdo más la esperanza de que la gente de este país vea en el periódico otra utilidad que no sea la de consultar la programación televisiva, la cartelera o para fines domésticos como los apuntados. Pero, a lo que iba, no es mi intención hacer un panegírico de lo bueno que era Anguita o de su calidad humana, puesto que la desconozco. Su trabajo es el de un profesional y, para quien quiera comprobarlo, ahí queda la hemeroteca, que, pese a que parezca mentira, también sirve de algo. O que se lo pregunten a los historiadores. “¿Y de qué sirve esa profesión?”, se interpelaría uno de los que consulta el periódico para ver a qué hora se emitirá Salsa Rosa.

José Couso fue otro de los que pereció por las balas que creamos los hombres para hacernos trizas unos a otros. (Ves, los de la industria armamentística sí que son profesionales cuya existencia no tiene sentido). Couso también cayó desempeñando su labor, contando con imágenes un nuevo fracaso del ser humano. También lo llaman, sin tanta pretenciosidad: guerra. Ni que decir tiene que Couso también ha sido elevado a los altares del periodismo. Homenajes que yo creo que quizá, tanto Couso como Anguita Parrado, hubiesen preferido no recibir. Sabían que la posibilidad de morir en combate está inscrita en el pasaporte del reportero guerra. Y seguro que más les habría servido a ambos, en lugar de tanta pompa postmortem, contar en vida con un mayor respaldo de sus empresas para pagar con desahogo sus facturas, mantener holgadamente a una familia (en el caso de Couso) y, en definitiva, vivir dignamente de su profesión.

Pero esta precariedad es tan persistente como el cinismo de quienes dirigen los medios dando la espalda a los que se dejan la piel por hacer un trabajo honesto y profesional. Es muy fácil escudarse en aquello de que la supervivencia de los medios es tan complicada de resolver como una ecuación de John Forbes Nash. Sí, no es fácil que una empresa periodística sea rentable. Eso lo sabemos todos, pero también que la equidad en el reparto de los beneficios es tanta como la que aplicó Castro en el juicio de los disidentes fusilados. En este “pauperiodismo” que nos toca padecer a quienes anhelemos vivir, simplemente, de contar historias, el contrato es como el oasis que cree ver el moribundo en un desierto. Todos esperamos que llegue ese día en el que nuestra rúbrica nos dé una mínima certeza de estar vinculado a una empresa. Bien es cierto que, llegado a ese momento, es como si se hubiera firmado un cheque en blanco al portador (que sería la empresa) para trabajar como un burro sin recibir gratificaciones con arreglo a esa labor. Y lo peor de todo es que el puto sistema es dictatorial y, de momento, parece inmutable.


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