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El anteojo
Viernes, 7 de junio de 2002
Ambigüedad moral

Matías
Cobo
matias.cobo@lobaton.com
UELVE LA Iglesia, otra vez liderada por la avanzadilla vasca, a mostrar una postura ambigua respecto a la condena de la violencia. Parece paradójico que una institución que, en principio, debería luchar por la defensa de la vida, de la libertad y de la paz muestre una postura tan poco contundente en esa triple batalla. Porque en el País Vasco, por encima de cualquier discusión política, lo que está en juego, lo que está en peligro es el ejercicio de derechos básicos como los citados: el derecho a vivir y a expresar libremente lo que cada uno quiera. Luego, siempre que ambos principios estén asegurados para todo ciudadano, ya sea vasco o español, se podrá discutir si el pueblo de Euskadi quiere o no la independencia, si ésta sería buena y o si es lo que todos los vascos quieren (algo harto discutible aún). Porque ésa es la grandeza de la democracia: todo es susceptible de ser sometido a debate a través del plebiscito popular. El problema se plantea cuando una de las partes quiere imponer su postura sobre la contraria mediante el uso del asesinato, de la violencia o de la extorsión. Y eso es lo que ocurre en el caso de ETA y de Batasuna, brazo política de la primera. Unos ejecutan con la pistola a aquellos que dicen no estar de acuerdo con lo que proclaman los voceros de los pistoleros. Éstos son, como es obvio, los Oteguis y demás arengadores del discurso del tiro en la nuca.

¿Es lícito, por tanto, que la Iglesia no sea favorable a una ley que persigue que se declare ilegal a quienes amparan con la palabra a los que empuñan las armas? Pues, a mi juicio, no, dado que un político, por definición, es alguien que debe estar al servicio de los ciudadanos, procurando en todo momento el bien del conjunto de la sociedad. No creo que Otegui y sus demás adláteres vuelquen sus esfuerzos para que la vida en sociedad en el País Vasco sea mejor y, sobre todo, sea pacífica. Muy al contrario, cuando se dedican a encizañar con sus discursos incendiarios y a defender a los terroristas; todo ello con un sólo objetivo: imponer una determinada concepción política en Euskadi.

No obstante, la Iglesia no es nueva en este tipo de situaciones de indefinición respecto a la defensa de principios básicos. Conviene recordar aquí que ya, en el prólogo a las últimas elecciones vascas, cuando PP y PSOE subscribieron un pacto a favor de la paz y de las libertades, los obispos volvieron a decir que no se unían a tal pacto porque afirmaban que ellos no entraban en política. Al margen de que en aquel entonces ya entraron en política al decir que no lo iban a hacer, ahora, de nuevo, han vuelto a meterse en camisa de once varas. Otra vez han desacreditado una medida política y, una vez más, han ido en contra de lo que toda la sociedad —la democrática por supuesto— estima loable.

No entiendo a qué responde esta postura. No sé si debe a una triste cobardía, a una connivencia de los obispos vascos para con el entorno etarra o a un seguidismo de la Iglesia hacia lo proclamado por el ex jesuita Arzalluz. Lo cierto es que, por mucho que trato de buscar una razón a tan reprobable actitud, no termino de encontrar el porqué de la misma. Entiendo que la Iglesia, precisamente en estas situaciones, debe estar a favor de medidas que persiguen acabar con ETA y con lo que ésta implica: muerte y sufrimiento. En esta situación no hay término medio: o se está con las víctimas o con los verdugos. Creo que se debe reclamar a los obispos que estén con las víctimas, dado que ellas son las que siempre pierden en estos casos. Las soluciones políticas que se puedan adoptar con el futuro de Euskadi se deberán tomar precisamente a través de la principal arma que debe empuñar toda política: el diálogo. Ni Batasuna ni Otegui apuestan por este camino para defender sus posturas. Por tanto, su ilegalización no sólo es procedente, sino necesaria para que la palabra democracia, en España, no pierda su significado auténtico.


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