ESDE
EL fondo de la historia, debido sobre todo a su
situación insular, Inglaterra, luego el
Reino Unido, ha sabido distinguirse de los continentales
europeos. Es probable que el más destacado
germen de la actual tenacidad peculiarcita británica
haya comenzado en pleno esplendor imperial, en
la época victoriana, entre mediados y fines
del siglo XIX. Pues ha habido países europeos,
todavía importantes en el seno de la Unión,
que han tenido épocas hegemónicas
y de fervor cultural, pero con el inconveniente
de que o se hallan más atrás en
el tiempo (Felipe II en España, Luis XIV
en Francia, ciertos emperadores medievales del
Reich germánico, y, por supuesto, la Francia
napoleónica, sojuzgada en 1815 por Wellington
en Waterloo), o que tales preeminencias, no tan
luengas en tiempo como la de los Hannover del
XVIII y luego la victoriana, no podían
contar con las facilidades de la Revolución
Industrial, que tuvo una algidez justo afín
con el reinado de Victoria, con sus consecuencias
técnicas y de comunicación que permitieron
los vastos y orgullosos colonatos que abarcaban
casi toda la redondez del planeta; extensiones
a veces de sangre, como Australia, otras de dominio
militar, como en la mayor parte de África.
Pero al llegar el siglo XX, el Reino Unido, en
su papel de titiritero de los hilos de las grandes
y siempre provechosas enemistades continentales,
se vio obligado a mantener el equilibrio europeo
—ahora con unas guerras altamente tecnificadas
y destructivas— mediante grandes costes
humanos y materiales; además de que ya
surgían estados geodemográficos,
casi imperios en su misma constitución
interna, como la Unión Soviética
y los Estados Unidos. Pero la época victoriana,
la idea tan cercana del imperio, que subsistió
incluso hasta la independencia del Indostán,
casi a mediados del siglo XX, derivó, durante
todo dicho siglo, hacia un orgullo tradicionalista
británico, que concilió además
con una concepción sajona del orbe; llevada
a cabo cuando los Estados Unidos sucedieron a
la madre patria en el liderazgo del mundo occidental;
luego, del mundo entero. A partir de ahí,
con el lento declive del colonialismo de los pequeños
territorios europeos —contrastando con la
opulencia geodemográfica de las superpotencias
nucleares capitalista y comunista—, pese
a todo, en diferentes campos se ha visto la perseverancia
británica, no siempre lúcida, en
cuanto a sus glorias pasadas. No obstante haber
logrado sostener ciertos lazos con sus antiguas
colonias (de subrayar en países de importancia
como Canadá y Australia), la isla no ha
aceptado todavía su esencial declinación,
acaso porque no ha perdido con claridad una gran
batalla. Su resignación del liderazgo mundial
podríamos decir que se produjo intrínsecamente;
por fatiga propia luego de las grandes guerras
del pasado siglo: un armisticio, no una rendición.
Así, cuando los países europeos
iniciaron su construcción macroestatal,
los británicos, optando por el tan sanguíneo
seguidismo para con los Estados Unidos, siempre
se mantuvieron reticentes para con la Unión
y el europeísmo. Ingresaron, sí,
aunque con cualidades especiales. Es lo que
podríamos llamar como una adhesión
asimétrica a la Unión Europea;
tolerada, a veces de mala gana, por Alemania
y Francia. Esta asimetría, ganada pero
también condescendida, es la que quiere
preservar la opinión pública de
la antigua Albión, ante la pujanza centrípeta
del eje francoalemán.
Justo es reconocer que Tony Blair es el más
europeísta de los últimos gobernantes
del Reino Unido; todo política, sin embargo,
ha de ser política de la polis, del pueblo,
y Blair tendrá que seguir a la opinión
pública, a las bases. Y es que los antaño
tutores mundiales, amén del volante a
la izquierda, o el flemático casco de
los policías, no solamente se resisten
a la pérdida de una soberanía
incluso un tanto abstracta, como la monetaria,
sino también a los vientos emotivos y
viscerales que vienen sobre la politización
eurofílica y su entramado constitucional,
de reciente y vacilante factura.
Ante las grandes potencias geodemográficas,
como los Estados Unidos y los soviéticos,
los europeos comenzaron a pensar a su vez en
un macroestado. La Comunidad pasó a ser
la Unión; pero ahora se empieza a hablar
de los Estados Unidos de Europa, como descendiente
feliz de la ex colonia norteamericana en el
poder del mundo. Y entonces el Reino Unido,
al igual que luchó contra la Europa napoleónica,
o francesa, se opone a la Europa francoalemana,
o tal vez alemana. Si hay una más sólida
Unión Europea en el futuro, piensan muchos
en la isla tenaz, ella será una Unión
Británica; caso contrario, preferible
el statu quo estadounidense, bendecido con ternura
por la madre patria, y sus lazos con la Commonwealth.
En una situación donde no podrían
imponer su economía ni su dote poblacional,
importante en el reparto de poder de la Unión,
en especial ante Alemania, los insulares aún
confían en un camino en solitario, pese
a Tony Blair; una alianza sajona y no europea.
Así, el pueblo británico ya no
tiene que enfrentarse ni a Napoleón ni
a Hitler: pero se debate entre los Estados Unidos
y Europa; y, en cierto sentido, entre la geografía
y la raza.
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